Con frecuencia he escuchado que un cristiano nunca debe estar triste, aduciendo textos como “estad siempre alegres” (1Tesalonicenses 5:16) o “al creyente todas las cosas le sirven para bien” (Romanos 8:28).
También he oído que en la fe de un verdadero cristiano no cabe ninguna duda, alegando textos como que “quien duda es como las olas del mar” (Santiago 1:5-8) y otros varios (Mateo 14:31; 21:21, Lucas 24:25).
Como resultado, he visto a personas anuladas emocional y espiritualmente por creer que siempre debían mostrar una sonrisa o que nunca debían compartir sus dudas, pues ¡¿qué buen cristiano hace eso?!
El otro día escribía que “una fe que nunca duda no es una fe fuerte, sino una fe muerta”. Voy a tratar de completar la idea.
Esta nota es para aquellos que en algún momento han dudado, dudan o dudarán. Ojalá te sirva, amig@.
A aquellos que no albergan dudas en su fe tan sólo les digo, como Judas 1:22, que “tengan compasión de nosotros, los que dudamos”.
DUDA DIVINA
Hay para quien fe y duda no funcionan en la misma ecuación; son incompatibles. No lo creo así. Creo que lo contrario de la fe no es la duda, sino la indiferencia o, dicho de otro modo, no buscar respuestas.
Dudar es parte de nuestra naturaleza y una experiencia universal. En ocasiones el ser humano se encuentra en medio de no-saber, de cuestionarse, de vacilar, de titubear, de más temor y temblor que de pleno entendimiento y seguridad. Si de algo no dudo, es de que la fe no es un mar en calma.
Abraham creyó, pero su fe también se cuestionó (Génesis 15:8; 16:2).
Jacob vaciló entre confiar en Dios o temer a su hermano (Génesis 32).
Elías se asustó y quería morir (1Reyes 19:4).
Job expresó sus dudas al Creador.
David y Salomón cantaron sus miedos y desconciertos.
Jeremías discutió con el Señor (12:1).
Habacuc y otros profetas también ponían en tela de juicio la voluntad de Dios.
El mayor de los profetas, Juan el Bautista, desde la cárcel mandó a sus discípulos preguntar a Jesús si realmente él era el Mesías que debían esperar (Mateo 11:3).
Discípulos y apóstoles huyeron, negaron y dudaron…
Hasta el propio Jesús (llamadme hereje), en la noche más oscura pidió: “si es posible, pase de mí esta copa” (he aquí el Jesús más humano); y llegó a decir en oración: “Padre, Padre mío, ¿por qué me has abandonado?”; pero el Maestro reconoció: “no se haga mi voluntad sino la tuya” (he aquí el Jesús más divino). Jesús no dudó de su misión ni perdió la fe en el plan de salvación, pero sí experimentó angustia, separación y sintió la muerte.
¿Quiero argumentar con esto que la duda es un ejemplo y fundamento de vida? No. Pero entiendo que dudar es parte del proceso natural (o sobrenatural) de la fe. Sí, es verdad, a veces también puede ser parte de la incredulidad más peligrosa o la tentación; pero su origen dependerá del resultado final. Lo que te debe preocupar no es que dudes, sino qué vas a hacer con la duda: si te va a llevar a algún sitio o te vas a quedar paralizado, si aceptas el desafío de avanzar hasta las últimas consecuencias de tu fe o la vas a guardar en el baúl del cristiano que no se permite dudar (créeme, esta última opción te consumirá).
Me parece inconcebible acercarte a Dios y no cuestionarte ciertas cosas o preguntarte acerca de misterios insondables… Quizás algunos se acercan más a Él y tienen la sensación de que sus cuestiones se disipan. Pues bien, en ocasiones me pasa lo contrario, y no sé qué pensar. Ante su voluntad me quedo desconcertado. Más conozco y menos sé. Más me acerco y más misterios se abren a mi tímido paso. ¿Cómo no voy a dudar de aquello que no controlo y me sobrepasa si hasta llego a dudar de lo que cabe en la palma de mi mano y veo con mis propios ojos?
No concibo una fe que nunca se cuestiona a sí misma, que traga todo lo que le es echado o que se alimenta sin preguntar qué está comiendo. Tener fe no es aceptar todo como cierto, sino involucrarse en la idea de que Alguien está presente en tu presente, aunque a veces eso no se entienda. Fe no es contentamiento, es relación con una Persona y una realidad que me supera; y porque me supera, no siempre entiendo; y porque no siempre entiendo, en ocasiones dudo y me cuestiono.
Al menos estas dudas indican que sigo vivo y que mi fe no es agua estancada sino que está en un viaje hacia algo que lo supera (como si desembocase en una gran cascada o en un enorme océano). No sé cuál será el final con total certeza, pero desde la fe y la duda sigo hacia adelante. Alguien decía que el acto de fe es un diálogo constante con la duda, y que la fe es una fuente de preguntas y combates antes de convertirse en una fuente de certeza y paz. ¿Quiere decir esto que por sistema debo dudar? ¿Que cambio la fe por la duda? ¿Que salto del barco y me tiro al mar? No. Pero un mar en calma no hace buenos marineros, y un mar que no se agita está muerto, y finalmente yo también lo estaré con él.
Si tu fe está intacta desde que te encontraste con el Maestro, pregúntate si sigues remando con él en su barca o te has pasado (incluso sin darte cuenta) a un crucero por el Mediterráneo.
Tan peligroso es construir tu vida sobre la duda como sobre una fe que nunca se interroga a sí misma. Si estás en la barca, quieras o no, te vas a mojar. El agua salpicará. Habrá momentos que no verás. O que escucharás el bramido de las olas más que a la voz del capitán. En algún momento de tu vida te vas a encontrar suspendido entre dos mundos. Como sobre un abismo. Y te vas a sentir en Tierra de Nadie. En Tierra de Duda. Pero no te quedes ahí. Jesús nos enseñó que “no buscamos nuestra voluntad, sino la de nuestro Padre”. Patriarcas, profetas y apóstoles nos han demostrado que aunque dudar puede formar parte del proceso, no debemos quedarnos ahí. Siempre hay más camino que recorrer, camino en el que no estamos solos.
Pase lo que pase, sigue remando. No dejes de agitar los brazos. Camina. Grita. Llora. Haz lo que tengas que hacer, pero continúa buscando al Maestro, buscando la Luz, buscando la vida en Jesús. Convierte tu duda en divina; que ésta no sea el motivo de tu incredulidad, sino el trampolín para la fe de lo imposible.
Este no es un llamado a la duda. Es una invitación a evaluar tu fe. Crecer en ella. Empujar sus límites. Ampliar tu realidad. Seguir buscando. No quedarse quieto. Cuando sientas la duda, haz tuyo el grito de aquel padre que le rogó a Jesús: “no tengo fe, ayúdame a creer” (Marcos 9:24). Nos queda la esperanza de que hasta eso es suficiente para que Dios obre el milagro.